En una carta breve, porque sabía que las mías y las de él debían ser así, le dije que lo había designado "mi padre adoptivo", expresándole suscintamente las razones. Me escribió la respuesta con su máquina antigua y usando, como creo que casi siempre, la cinta roja. Allí decía simplemente "Gracias", seguida de mi nombre. Y la firmó con su caligrafía casi microscópica que cuando la vieron mis amigos dijeron que parecía "una procesión de hormigas".
Es así que hoy, 30 de abril, volví a quedar huérfano. Cuando Ernesto, Juan Manuel y Joaquín iban rumbo al centenario de su nacimiento. Y, curiosamente, al morir Jorge Sábato sentí que de algún modo perdía un hermano, y al morir Matilde, cuando envié un telegrama a Ernesto desde una oficina de correos cercana a Canal 13 se me figuró como si estuviera consolando a mi padre por la muerte de mi madre.
Más de una vez algún familiar me preguntó por qué no lo llamábamos por teléfono para coordinar una visita a su casa de Bonifacini 1147, en Santos Lugares. Pero en los primeros tiempos no me animé "por no molestarlo", y más tarde tampoco lo hice por sentir que cuando uno admira a alguien no debe conocerlo personalmente, ya que existe el riesgo de que no sea como uno se lo había imaginado, decepción que dicen haber sentido muchos aunque no en este caso.
Y me limité a buscar cómo llegar desde Ensenada a su casa siguiendo los planos de la Filcar, trayecto que nunca realicé.
Hoy el cansado cuerpo centenario de Ernesto Sábato dejó salir su alma allí aprisionada para que alcanzara por fin la vastedad de ese universo que él tanto había estudiado y hasta tratado de comprender. Y ya nuestro encuentro deberá ser - si lo es - en otra dimensión. Pero no desisto de que ocurra. Creo que me lo he ganado.
Y las palabras de sus vecinos de toda la vida me hicieron sentir la emoción y el orgullo que vi reflejados en el rostro de Mario, mi otro "hermano" al que también admiro.
¿Qué méritos tiene la vida de Sábato?
Primero, ser un buen vecino a lo largo de toda una vida familiar transcurrida frente al Club Defensores de Santos Lugares. Un hombre que deslumbraba por sus conocimientos pero que nunca se ufanaba de ellos de modo que esos vecinos no se sintieran incómodos sino felices de comprender cosas importantes y de aprenderlas, como ellos mismos lo hicieran notar.
Segundo, ser un revolucionario de izquierda en los tiempos que es normal, natural y frecuente en jóvenes estudiantes del Colegio Nacional de La Plata y luego en la Universidad de allí. Hasta que la situación parece haberse puesto insostenible y el joven Doctor en Física decidió viajar - escapar - a Francia para incorporarse como investigador en París.
Tercero, haber tenido la libertad espiritual de abandonar su trabajo científico para retornar a la literatura por entender que por este camino humanista podía encontrar más formas de ayudar a sus semejantes que a través de fórmulas y descubrimientos físicos.
Cuarto, aceptar su designación en la CONADEP y aceptar ser su presidente, tarea que realizó a conciencia pese a que muchas, demasiadas veces lloró ante las historias terribles de las que se iba enterando. Y esos relatos seguramente lo hicieron exclamar cada una de esas mismas veces, un "nunca más" que se volvió en lema para casi todos los argentinos.
Hay más méritos pero con estos bastaría para comprender que estamos hablando de un tipo notable, un vecino de Santos Lugares que era eso, vecino, y además escritor brillante, pintor destacado, científico, hombre público famoso en el mundo, ganador del premio "Cervantes", etc., pero recordando él y haciendo recordar ese calificativo de "vecino" que no cualquiera luce con orgullo.
Porque no cualquiera vive en la casa frente a un club cuya biblioteca lleva su nombre. no cualquiera tiene como alumnos inesperados a sus propios vecinos cuando cualquier sábado a la tarde - porque lo hacía todos los sábados - se sentaba con ellos en el bar del club a compartir un café y a explicarles, por ejemplo, qué es el mundo, qué es la vida, por qué los humanos tienen derechos inalienables, etc.
Por eso encabecé esta nota diciendo que la voz de Sábato era la de muchos argentinos, la mayoría, que no suelen hablar. Porque no se animan, o porque saben lo que sienten pero no saben cómo expresarlo. Y como sus vecinos eran un ejemplo en alguno de esos casos, se convirtieron en receptores de sus improvisadas conferencias sabatinas (por ser los sábados y por ser de Sábato) en las que, casi hablando él sólo porque así solía hacerlo, para darles los argumentos, las conclusiones y las consecuencias de cada tema.
Es así que la muerte de Ernesto no es el final de nada sino el comienzo de mucho. Hoy no murió Sábato. Hoy nació para toda una sociedad que no lo conocía o que no quería reconocerle los valores que ahora irán surgiendo a medida que un filósofo, un escritor, un político, un historiador o un hombre o mujer común, por ejemplo un vecino o vecina, pregunte retóricamente: "¿vos sabés quién era Ernesto Sábato?".
Y yo tengo, afortunadamente, una respuesta, no biológicamente cierta pero sí verdadera desde el corazón: "¿Sábato? Era mi viejo..."
Daniel Aníbal Galatro
danielgalatro@gmail.com
Imagen: "Sábato" - por Álvarez
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