Fragmento cuasi-inicial de mi cuento: "Parábola de la tierra negra y de la tierra roja":
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...
Veinte años
antes todo era muy distinto. Mi casa, ni
siquiera en algo comparable a la más pequeña de las mansiones que hoy poseo, ni
a la más modesta vivienda del más modesto de mis servidores. Apenas una cabaña
de carcomidas maderas sostenida como por milagro sobre desgarbados postes.
Junto al río marrón de espaciadas márgenes sufría yo la cotidiana miseria del
pescador con redes remendadas que colaban unas aguas vacías de riquezas,
asesinadas por petróleo y residuos industriales.
Pobre de todas
las pobrezas. Sin un espíritu avisado, sin un amor, sin hijos, sin pescados.
Resignado a
vivir así para siempre, sumergía mi pena ya en el río marrón vacío de vida ya
en la oscuridad del vino más barato.
Sentado sobre
la rugosidad incomodante de un tronco
con el que compartía una noche cualquiera de otoño, sentía cómo se iban
esfumando de mi cerebro los últimos vapores del cotidiano consuelo. Vagaba mi
mirada oteando la creciente que se iba viniendo, como siempre, inevitable. La
sudestada encrespaba el lomo del líquido felino que preparaba sus garras.
Trepaban las
aguas con cortos empellones, jadeando en un brazo fecundo en destrucción.
Lamían en su ida troncos verdes y secos
tocones, buscando en su regreso arrastrarlos consigo hacia las profundidades
bravas de su bullente interior.
Latía el río
con pulsación creciente. Cabeceaba insistentemente contra el temeroso murallón
incapaz de contener la furia desatada.
Yo solamente
atinaba a mirar ese enemigo terrible, a mirarlo como implorando sin fe con un
malestar interior muchas veces sentido antes.
Crecía sin
pausa aunque sin prisa. Algunas veces el chapoteo de un tronco engullido por
sus fauces cortaba la sinfonía rugiente. Mi casa en la ribera aguardaba el
juicio de la naturaleza hirviente.
Hasta que al
fin llegó la hora de los camalotes. Arrancados de su transitorio reposo en las
orillas reiniciaban su viaje marcado
desde siempre. Hacia el mar, río abajo, donde quisiera llevarlos la impiadosa
correntada entre remolinos alocados, hasta otro puerto vegetal, hasta otra
playa, transitorio refugio donde aguardar en calma la siguiente sudestada.
Uno de esos
camalotes, ni grande ni pequeño, encalló
a pocos metros del tronco sobre el que me hallaba. Se agitó unos momentos como
tratando de zafar del abrazo múltiple de la orilla, se aquietó al fin como
resignándose, y allí quedó, ascendiendo con el río que aún bramaba.
Con el tenue
reflejo de una luna que ocultaba parcialmente su rostro entre las nubes bajas
para no ver el daño que el agua inclemente causaba en la indefensa ribera, noté
que sobre el camalote algo brillaba. Un trozo de metal, pensé, resto de algún naufragio sin
importancia, o tan sólo una lata de gaseosas. En suma, nada.
No me moví
siquiera del lugar desde donde observaba
el río en acecho que continuaba, aunque más lento, su marcha creciente hacia la
orilla de los troncos, las casas y mi cabaña.
Seguía
buscando entre la espuma la señal del indulto, la postergación del drama. Que,
como muchas otras veces ocurriera, el abultado vientre de pronto se deshinchara
ante un cambio en el viento, de ese modo retornara la calma a la ribera, y
desapareciera lo que dentro de mí atenaceaba entrañas.
Pero la bestia
marrón tan sólo reposaba preparando la próxima arremetida, quizá la final, la
apocalíptica.
Fue entonces
que pensé en el camalote y en el objeto que sobre él brillaba reflejando la
luna semioculta. ¿Y si fuese valioso? Averiguar-lo ahora no significaba demasiado
peligro, pero si el río seguía creciendo ya no me sería posible. ¿Qué podía
perder más de lo que la creciente amenazaba?
Me deslicé
lentamente por el tronco húmedo, tratando de hacer pie en la tierra cada vez
menos tierra y más barro. Tambaleando me acerqué al camalote. Cuando sentí que
mis pies se hundían en el fango, dudé.
Ya emprendía
el camino de regreso. De pronto la luna se desprendió de sus velos nubosos y
asomó su rostro iluminando la batalla del río contra la orilla. Miré, como
despidiéndome, la isla vegetal con su tesoro. Y la vi claramente.
Era una esfera
brillante, acerada, pulida y repulida, hermosa bajo su maquillaje de río y
rayos de luna. Apenas tendría cinco dedos de
diámetro y mi mano abierta sería capaz de contenerla con facilidad.
Me sedujo al
instante y me di cuenta de que debía
hacerla mía. Aunque el río bramara nuevamente, aunque mi cabaña estuviese
irremediablemente perdida.
Olvidé mis
temores, la creciente, la miseria, la pobreza y mis redes vacías. Tan sólo
existía esa esfera brillante, pulida y repulida.
Luchando
contra el barro me fui acercando al camalote, tomándome con fuerza de los
troncos humedecidos, cayendo por momentos, asido de unas matas, arrastrándome
como un loco hacia la esfera metálica.
Cuando estuve
a un paso y ya mi brazo iba a arrojar su mano sobre el objeto ansiado, sentí
frotarse algo contra las hojas. La luna iluminó una húmeda cabeza de serpiente.
Di un salto
hacia atrás, cayendo sobre la orilla fangosa, resbalando. No sin dificultad
logré reincorporarme al tiempo que observaba el camalote con su preciada carga
custodiada por el reptil artero.
Una rama pasó
flotando junto a mi pierna, arrastrada por la corriente implacable. La tomé
entre mis manos, la alcé por encima de
mi cabeza y, mirando fijamente los ojos amarillos que brillaban destacándose en
la noche, descargué un golpe terrible sobre quien se interponía entre la
esférica joya y mi ambición desatada.
Un ruido sordo
como el de una lamparilla eléctrica al quebrarse se sumó a los fragores de esa
noche extraña. Los dos puntos amarillos que casi adivinara en las sombras se
apagaron para siempre entre las hojas.
Entonces la
esfera me entregó su cuerpo. La tomé
entre mis manos como adorándola, la acerqué a mi pecho y, entre río y viento, luna y sudestada, la llevé
dificultosamente a tierra firme.
No quise
regresar a mi cabaña por temor a que la creciente la abatiera. Preferí un
camino más seguro, más apartado de la furia desatada.
El cansancio
me condujo a una vivienda deshabitada de la que forcé sin dificultad la puerta.
Me arrojé sobre una de las camas quedándome dormido en ese instante, abrazado a
la esfera, a la preciada esfera metálica.
No
me importó más nada.
...(¿Lo conocías?)
Prof. Daniel Aníbal Galatro
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